En un mundo tan descreído en apariencias, se vive sólo de la fe y de la confianza que nace de ella. De otro modo, seríamos víctimas de nuestros grandes desaciertos y claudicaciones, y estaríamos incapacitados para aceptar lo que no entendemos. Los que pierden esa fe, esa imprescindible confianza, son los auténticos suicidas. Ellos están solos ante su frustración.
Desde la fe; como queda recogido en una amplia entrevista que le hizo Peter Seewald, al entonces Cardenal Ratzinger, titulada “La sal de la tierra”; parte cualquier exploración del conocimiento. Sin ella, la inteligencia, queda completamente limitada.
Por otra parte, el hombre, es el único ser capaz de elegir algo diferente a sus inclinaciones naturales, tras el discernimiento de sus potencias superiores: memoria, entendimiento y voluntad. Ellas abren ventanas a un mundo interior no visible, espiritual. Un ámbito con sus propias connotaciones de credibilidad. Un nuevo nivel para la fe.
Así, a medida que vamos profundizando en los tesoros de la Creación y nos adentramos en los misterios del Universo, no será suficiente con un análisis material del Cosmos. Un ente vivo, con leyes que están muy por encima de la física. Un Cosmos de materia y espíritu; percibido por el hombre desde siempre, hasta donde su fe le ha permito conocer y asimilar. Otro nivel de entrega a la fe, donde se vislumbran seres espirituales y se capta la eternidad.
Por fin, estamos dispuesto a encontrarnos con un ser supremo. Al que, cuantos confiamos en sus manifestaciones, conocemos con el inefable nombre de Dios. Principio creador que aparece en todas las culturas y en el que ponemos toda nuestra confianza. Es cuando, la fe, se entiende como don recibido y no cualidad alcanzada. Don con visión de trascendencia.
Ya, sólo nos falta el definitivo salto de la fe. Consiste en dejarse conducir al conocimiento supremo por la Sabiduría. Entonces volaremos hacia el origen y el fin de todo.
Conocer es comprender y comprender es poder amar. Y, únicamente amando, se es feliz.
Javier Peña Vázquez
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