DIO, COME TI AMO
Málaga se complace y engalana con la maravillosa ornamentación de la primavera recién estrenada. Nubes y claros, sol y sombra, frío y calor. Así se disponía este Miércoles Santo. Dubitativo comienzo que sobrecogía el corazón de cientos de cofrades. Nazarenos mirando al cielo con el capirote en la mano. Plaza de la Marina, Calle Larios y Plaza de la Constitución en pleno apogeo mañanero.
Caminábamos sorteando sillas y palcos que se acicalaban para los desfiles de la tarde, buscando los jirones de sol que se dibujaban sobre la calzada. Vehículos de reparto o limpieza, se sucedían en los huecos que iban quedando libres. Policías municipales, atendiendo tantas dificultades como son las que surten unas fechas tan señaladas. Y, muchos peatones discurriendo como arroyos sin trazar.
Aquella improvisada algarabía se paró repentinamente y, como uno solo, miró hacia el lugar del que provenía un creciente redoblar de tambores. Su intensidad y su ritmo marcial lo impregna todo; una sonora invitación estaba servida. Muchos, con minutos de sobra, acudimos a la calle Cisneros por la que se acercaba el cortejo. Como un ejército triunfal, la brigada paracaidista, le rendía el más alto homenaje a su capitán. Un crucificado, sin trono, portado a hombros de los caballeros de este Arma.
Esa misma mañana y tras el sencillo apretón de mano del ritual de la Santa Misa, por unos largos segundos, pude sentir el significado de la comunión de los santos. Bastó con una presión, diferente a cualquier otra, para percibir proximidad y aceptación, apoyo y fraternidad. Esa mañana noté la paz.
Estamos ante el Triduo Sacro: La Última Cena, con tan maravillosas señas de cariño, de entrega a cuantos deseen compartir el pan y el vino del mayor dolor y del más puro amor; anticipo familiar del Sacrificio Redentor. El Prendimiento y la Exaltación de la Santa Cruz, ejemplos de una entrega por el amigo, hasta dar la vida entre grandes tormentos, sin un mohín de contrariedad. Y, la Resurrección. Nuevo Adán. En Cristo el hombre es perdonado; más aún, es convertido en verdadero hijo de Dios.
Asistimos a las procesiones con el corazón encogido, a poco que meditemos sobre todos y cada uno de los misterios que desfilan ante nosotros. Misterios plasmados en una imaginería sacra, sin par en todas las artes plásticas con las que el hombre es capaz de expresar sus creencias y sentimientos. Prueba ante la que sería difícil salir indemne, por muy vacilante que se tenga la lamparilla de la fe.
Ante tanta maravilla y al calor de esta naturaleza que aplaude a la vida con tan espléndida floración; la melodía de Domenico Modugno, registrada entre mis mejores recuerdos, me hizo repetir, desde el fondo de mi alma, aquel: “Dio, come ti amo”. Porque, verdaderamente, no es posible tanta felicidad. Y seguir recitando… ¿Quién puede detener un río que va corriendo al mar? ¿Parar las golondrinas que vuelan siempre al sol? Y, nuestro inmenso amor, ¿quién lo puede cambiar? ¡Dio, come ti amo!
Javier Peña Vázquez
Málaga
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