Ignacio Buisán | En Aragón Liberal
El pasado sábado, regresando de una cena, pasé a eso de las once de la noche por una zona de la ciudad y me impresionó el mundo de jóvenes que estaba en la calle haciendo lo que suelen hacer los jóvenes a esas horas de la noche.
Esa imagen ha estado presente en mi mente a lo largo de esta semana junto a una pregunta: toda esa fuerza, toda esa energía propia de la juventud, propia de los diecisiete, dieciocho, veinte o veintitrés años ¿Dónde se está yendo? ¿Son realmente una fuerza para el bien los jóvenes de hoy o son una masa amorfa movida por las modas, los vicios y por el afán de diversión como único horizonte de su vida?
¡Qué terrible es ser joven y no estar haciendo nada, no tener en el interior ese deseo de ayudar, de construir, de sacar adelante un proyecto que realmente valga la pena, que deje huella! Hoy, por ejemplo, para muchos muchachos de preparatoria con posibilidades económicas, el horizonte de sus expectativas consiste en que papá les suelte por fin un carro y con eso estar a la altura de los demás. Conseguido esto seguirá un nuevo horizonte, pero tan intrascendente como el que se acaba de conquistar y eso aunado una flojera espantosa por hacer el bien, porque toda su vida y sus intereses gira en torno a un círculo cerrado de egoísmo materialista, individualista, y en el fondo estéril.
Una de las características de la juventud es la iniciativa, la creatividad, el empuje; a mí se me cae el alma a los pies cuando veo jóvenes aburridos de serlo, jóvenes envejecidos prematuramente, cuya vida monótona sólo es despertada y reavivada por los flashazos del fin de semana, o cuando veo a tantos jóvenes que no saben qué hacer con sus vidas, sumergidos en un absurdo sinsentido, fruto la mayoría de las veces de la flojera y de la irresponsabilidad, o peor aún, cuando los veo enrolados en la aventura de la droga, del narcotráfico o del alcohol, simplemente porque forman parte del rito de la diversión.
Hace poco un joven me comentaba que en los "antros", una de las diversiones de la juventud actual la suelen llamar: el "embudo". Los amigos o los que se encuentran en ese momento en la fiesta, aplican un embudo en la boca de uno de los jóvenes, el que les parece en ese momento, y la diversión consiste en echar todas las bebidas alcohólicas que se les ocurra a ese embudo, para ver qué tanto aguanta. Esa es la diversión y esas son las proezas de los jóvenes de nuestra época.
Desde hace años, el Papa Benedicto XVI, en el campo de la educación, está diciendo que nos encontramos en una situación de "emergencia educativa". Hoy las nuevas generaciones de niños y de jóvenes no están siendo formadas en valores sólidos que les lleven a ser capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a la propia vida. Por el contrario, estamos ante una educación que no educa en la "dificultad" sino en la "facilidad", una educación que genera personas frágiles y poco generosas. Nos conviene tomarnos en serio este aviso.
Desgraciadamente, vivimos en una época en que, por comodidad, por cansancio, o por indiferencia, a nadie o a muy pocos les atrae trabajar desinteresadamente con los niños, adolescentes y jóvenes; a veces ni siquiera a los padres. Un mundo divertido parece que es lo que muchos piensan que hay que construir para ellos. Un mundo que deja muchos beneficios para los bolsillos de algunos, pero que hace que los jóvenes sean afectivamente analfabetos y siempre próximos a comportamientos autodestructivos y dependientes.
Quizás sea oportuno recordar que el encuentro es más útil que el juicio; que el diálogo es más eficaz que el consejo; que la escucha es más incisiva que la crítica y que el ejemplo es más elocuente que la palabra. Estamos ante el reto de inaugurar una nueva etapa en las relaciones con las nuevas generaciones; no hacerlo podría significar una gravísima responsabilidad.
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