miércoles, febrero 22, 2006

Objeción de conciencia, derecho fundamental cuestionado

Estoy releyendo las cartas que se cruzaron Tomás Moro con su hija Margaret cuando el ex Lord Canciller cambió su residencia por la Torre de Londres, estación de paso para su ingreso definitivo a la patria del Cielo.

El gran tema del debate que se cruzaron ambos personajes, de los más cultos de su tiempo, fue el asunto de la necesidad de seguir el dictado de la conciencia en temas tan fundamentales como el Acta de Sucesión y el Juramento de la Supremacía.

Argumento a favor del juramento: la autoridad de las presonas que ya lo habían realizado. Tomás ¿debería ser tan recalcitrante para seguir su opinión frente la tan autorizada de la mayoría de la corte y eclesiásticos de Inglaterra?

Sir Tomas afirma que él con gusto seguiría el parecer de esos prohombres si le convenciesen los argumentos que le presentan, que los ha estudiado con detalle, pero que encuentra más de peso y congruentes los suyos y no puede jurar sin gran detrimento de su conciencia... y, en consecuencia, de su salvación eterna.

No se dedica a criticar ni a rebatir a los que han jurado, entiende que pueden haber llegado a ese juramento de buena fe, no necesariamente por miedo de la pérdida de la vida temporal o de la hacienda, pero que él no puede presentarse al tribunal del alma diciendo que ha obrado según el parecer de otros y en contra de su conciencia, porque será juzgado según su propia conciencia.

Intenta desesperadamente dejar clara su lealtad al Rey, lo que le permitiría jurar el acta de sucesión con ligeros cambios, ya que (sin expresarlo directamente) no puede conceder al poder temporal la potestad de anular el matrimonio canónico, pero sí puede jurar la sucesión legitimada por el deseo del rey, que es la ley... pero la ley humana.

Sus equilibrios entre la lealtad a Inglaterra y la lealtad a Dios no le salvaron la vida, si bien hoy le tenemos entre los santos de la Iglesia, entre las figuras admiradas por los ingleses y como paradigma del político leal a Dios y al Estado.

Hoy en día, en Occidente, no perdemos la vida por actuar según conciencia, pero nos colocamos peligrosamente en una ciudadanía de segunda categoría.

Eso es así, fundamentalmente, porque el bien o el mal ya no se juzgan por la "esencia" de las cosas, por su verdad íntima, por un criterio objetivo. Hoy no es tan claro, por ejemplo, el "no matarás". Ya se le pone un pero: sí puedes matar a un ser humano en estado embrionario, sí puedes matarte o matar si juzgas que no tienes suficiente calidad de vida, sí puedes matar si utilizas "técnicas modernas de presión política" (como han llamado recientemente al terrorismo los vascos profundos).

Ante esa situación, la sociedad genera más y más conflictos para toda persona que tenga principios, que tenga conciencia y quiera vivir como elemento activo de su propia sociedad.

Si la ley define que la unión de dos homosexuales es matrimonio... o lo tragas, o se te dimite como concejal de un ayuntamiento o se te veta como posible Comisario europeo. Y, si eres juez, estás tan obligado a la ley que la debes aplicar aunque sea inicua, casi de un modo determinista: no se te admite la objeción. No tienes derecho a tener conciencia, ni alma, ni principios.

En los aspectos morales o éticos de la medicina y de la ciencia biomédica hay una presión tremenda para imponer al profesional lo que la ley permite, ya que genera un derecho al individuo que, al menos, la sanidad pública debe satisfacer.

En definitiva, la simplificación del problema presiona para anular la opción de conciencia. Es más fácil regular un sistema único, en el que todos obedecen ciegamente la ley aunque haya creado un gran debate social y las personas con principios (no necesariamente religiosos), hayan manifestado su opinión en conciencia opuesta a determinadas leyes. Y esa oposición no ha sido por asuntos baladís, sino por motivos serios, muy serios: se está dejando indefensas a personas inocentes, se está atentando contra la estructura familiar (que algunos consideran básica para el buen gobierno de la sociedad), se está manipulando a los seres humanos para convertirlos en mercancía y elemento de investigación genética y un largo etcétera.

Ese sistema, ciertamente, es más sencillo... pero en cuanto sencillo es falso y falto de vida. Hoy a Tomás Moro no se le condenaría a muerte, pero se le expulsaría de la vida pública por los mismos argumentos de Enrique VIII en el siglo XVI. La voluntad del rey es la ley... la voluntad de la mayoría es la ley... pero esa ley no hace la conciencia... y la libertad de conciencia debe incluirse en el ordenamiento legal de una democracia, para que en ella quepamos todos.

No hay comentarios: