Una genialidad de Juan Pablo II: la hipoteca social de los bienes de la tierra.
Todos hemos asentido al caso del pobre y el manzano. Tiene derecho a saciar su hambre. Pero lo propio del dueño del huerto es darle la manzana. Antiguamente era costumbre, en el campo, que de los árboles del linde, el viandante pudiera coger alguna fruta para su alimento y no pasaba nada. Había una solidaridad natural. Era algo bueno y humano derivado de costumbres medievales.
Pasó el tiempo y el derecho de propiedad se hizo más egoísta, surgieron las vallas electrificadas y los riegos de vomitivos o diarréticos en las frutas de los árboles linderos. La propiedad como bien absoluto.
Y surge el ajuste jurídico: la expropiación por el bien común. Lucha de intereses: lo mío es mío; pero la tierra es de todos. Dos verdades en conflicto.
La clave está en el ser medieval. Lo mío es realmente mío; pero ante la necesidad: acojo al peregrino, doy de comer al hambriento, visto al desnudo, entierro al muerto, doy de beber al sediento. Y no sigo porque quizá me olvide de alguna de las siete bienaventuranzas. La cultura medieval tenía humanidad. ¿No era acaso oscura? pues en eso no. En humanidad era rica, en pobreza y en necesidad también. Pero eran felices a su manera. Y tenían el tiempo para sus cosas, sus peregrinajes culturales y religiosos a Santiago, a Roma, a los Santos Lugares. En todos esos lugares el peregrino sabía que iba a ser acogido, aunque también temía ser asaltado por los bandoleros.
Hoy es preciso mirar al Medioevo y revivir lo bueno: el humanismo cristiano. Tenemos lo bueno de nuestro tiempo: los avances tecnológicos. Combinemos ambos y volvamos a ser humanos, que es algo más que ser solidario.
Solidario se es con los lejanos; con los enfermos de Sida en África, los hambrientos de Sudán, los cristianos perseguidos en los países islámicos, con las víctimas de terremotos, maremotos, erupciones volcánicas.
Los cercanos necesitan lo que dice Juan Pablo II, asumirlos como hermanos: ¡fraternidad! pero de verdad. Es mi hermano, es mi amigo, no es mi torrante vecino. Los que somos de familias numerosas sabemos querer al torrante hermano pequeño. Y así el que sabe amar sabe estar pendiente del vecino, del compañero de trabajo, del tendero de la pescadería. Y sabe compartir su tiempo (lo más importante), su afecto, y su bolsillo.
En el fondo esos lazos son medievales y son humanos. Lo mío es mío, pero tú eres mi hermano.
frid
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