domingo, abril 05, 2009

AMOR Y SACRIFICIO

AMOR Y SACRIFICIO


Si hay una imagen que resalte la belleza del sacrificio, es la que llevo en mi mente y en mi corazón. Ella ha sido y es el referente profundo que me ayudó a medir y a superar situaciones, en cierto modo límites, para mi capacidad. Heridas del alma que no cicatrizan, que salvan o condenan.



Han pasado muchos años, cerca de cincuenta. Pero, llega el viernes de dolores y mi corazón regresa a aquellos únicos momentos que centraron mi fe. Primero cobijada, después amparada y por último fortalecida bajo el manto de “Nuestra Señora de Amor y Sacrificio”. Los recuerdos, las vivencias de aquellas semanas santas, son retazos en mi memoria, desvaídos por el paso del tiempo. En cambio, la contemplación de la más hermosa y dolorida de las mujeres, es vigorosa e intensa. Debe ser porque, el amor sacrificado, es la verdadera esencia del Amor y su contraste.



¡Qué años y qué maravillosos recuerdos! Yo era sólo un adolescente con pantalón largo. Un chico que no estaba dispuesto a que la vida pasase a su lado. Una época de fuertes contrastes y de amplios procesos de maduración que nunca aparecerán en los libros de historia pero que dieron fortaleza y afán de superación a una generación marcada. Sometida a lo graves errores de la primera mitad del siglo XX. Lo divino y lo humano bullendo, en mí, con perspectivas vertiginosas.



La pasión de Jesús había desfilado ante mis ojos desde la niñez, imagen a imagen, en los templos y en cada calle de Jerez. Contempladas por las esquinas de su recorrido procesional y en aquellos especiales rincones en los que se resaltaba su fuerza expresiva. Sombras y luces, olor a cera y a incienso entre redobles de tambores y llamadas de cornetín, o entre los acordes orquestales más sacros. Paso a paso, fui penetrando en una “vía dolorosa” discordante con los planteamientos y las aspiraciones de la sociedad civil y que se me presentaban como una fuerte dicotomía a mi modo de ver y de concebir las cosas. Unos contrastes que aparecían en la misma forma de participar en las diferentes estaciones de penitencia, entre las distintas cofradías o dentro de cada una de ellas.

En mi memoria no predomina la calidad o el colorido de las túnicas, ni de los estandartes; el orden de los penitentes o su recogimiento. Yo veo aquellos pies descalzos que se apreciaban entre los costaleros, ocultos bajo los faldones que revestían los pasos. Unos pies deformes, muchas veces, sujetos por cadenas de las que había que desprenderse con sangre; pasiones que aún sujetaban con más fuerzas que los propios hierros. Penitentes que, detrás de aquella advocación del Señor o de Su Santísima Madre, soportaban el peso de enormes cruces que les doblaban hacia la tierra y que sin duda eran la imagen más representativa de un exvoto, de una fe correspondida.

Yo deseaba penetrar en todo aquel misterio y experimentar su amplio significado. El año anterior había estrenado cámara fotográfica, como reportero gráfico amateur, y había pasado y paseado entre cada una de las formaciones procesionales durante horas, kilómetro a kilómetro. Éste, era el de mi iniciación o “bautismo” como cofrade. Al paso de mi virgen dolorosa, la que había sido el centro de mis pensamientos y devociones de aquellos años: “Nuestra Señora de Amor y Sacrificio”. Ya había logrado que me hicieran la sencilla túnica negra, el cíngulo de esparto y las zapatillas de tela con suelas de cáñamo, así como la caperuza sin capirote que coronaba esta indumentaria. Ya tenía el cordón blanco y morado con la medalla de la Señora y la corona de espinas en el reverso. Una vestimenta tosca, de penitente, con la que llegar a Ella desde la humilde actitud del publicano, pidiéndole su maternal caricia. Un encuentro que he repetido, cada lunes santo, desde la distancia.

Javier Peña Vázquez * Málaga


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