domingo, abril 12, 2009

¡FOLLOW ME!


¡FOLLOW ME!


Aún faltaban cerca de dos horas para amanecer y estaba muy oscuro, el tiempo era desapacible, sin demasiado aparato eléctrico. El avión se aproximaba a su destino, aunque ya no me quedaban fuerzas ni para abrir un ojo o para asustarme. No obstante, comencé a moverme inquieto bajo la mantita de vuelo que había mitigado la destemplanza del tiempo de espera. Bien es verdad que había conseguido un pasaje relativamente barato sin tener que viajar sobre el ala, como se suele bromear en estos casos, aunque afrontando las vicisitudes de una travesía de medianoche.

La tarde anterior me había ido pronto al aeropuerto porque mis amigos me quisieron acercar y no me parecía bien hacerles trasnochar. Estaba lejos de la ciudad y tampoco entraba en mis cálculos pagar otra noche de hotel para dos o tres horas de sueño. Me disponía a una larga espera, pues nunca se puede confiar en la puntualidad de un avión que viene de la otra parte del mundo, con escala en medio del océano. Una noche rocambolesca de esas en las que no sabes dónde poner el huevo. Primero, aprovechando que había que cenar, en un self-service; después, hasta que tocó cerrar, en una cafetería; por último y hasta que abrieron los mostradores para conseguir las tarjetas de embarque, de uno en otro asiento. Así continuó todo hasta que, por fin, embarcamos.

Por megafonía, avisaban para que nos abrochásemos los cinturones de seguridad y para que pusiéramos los respaldos en posición vertical. Íbamos a aterrizar, pero no se veía ni un alma. Era como un reino de desolación. Un golpe seco y debimos suponer que tocamos tierra, aunque nadie estaba como para aplaudir. Abrí desmesuradamente los ojos y en uno de aquellos giros vislumbré un cartel que, en grandes letras, decía: “Follow me”. Al fin, respiré hondo.

En ese momento recordé que estábamos en plena Semana Santa y que llegaba a los postres, si bien a lo más importante. Era Miércoles Santo y quedaba aún el Triduo Pascual. Aquella expresión tan común en los aeropuertos, follow me, me evocó otros temas más profundos y cambié de chip. Me quería incorporar a las procesionales del Jueves y del Viernes Santo, las de más fuerza y tronío, sin embargo mi ánimo volaba hacia el “sepulcro vacío”. Ahora estaba a por los resultados. Eran tiempos de crisis, de afianzar posiciones, y anhelaba llegar pronto a un grado de seguridad.



Si han leído: “Cruzando el umbral de la esperanza”, recordarán un capítulo que concluye en una portentosa frase que podría ser como su colofón. Una expresión equivalente a esa del aeropuerto y que en castellano se traduce por: “Sígueme”. El consejo fundamental de nuestro Señor, ante el que no cabe ninguna disyuntiva. Entre tanto, continuaban las maniobras del aterrizaje. Mientras, yo pensaba que, llegar al Domingo de Resurrección, sin vislumbrar una luz en el horizonte era como perforar un gran túnel y no encontrar la salida; por errores en el trazado o por haber equivocado el rumbo. Llegar a la Pascua, sin saber para qué, sería como perderse en el camino de la felicidad.

La vida sólo tiene una razón de ser y es algo en lo que coincidimos el común de los mortales, de forma explícita o implícita: Alcanzar la Felicidad. Mientras tanto, nuestro corazón estará inquieto y no le bastarán los logros circunstanciales, por muy hermosos que nos parezcan, incluyendo el amor humano que es lo más noble y bello de este mundo. Estamos en un peregrinaje, nos dirá S.S. Juan Pablo II, y estos peregrinos vuelven a mirar hacia Tierra Santa, hacia Nazaret, Belén y Jerusalén. Una joven generación que inicia un esperanzador milenio con la misma conciencia de Abraham, el cual siguió la voz de Dios que le llamó a emprender la peregrinación de la fe. “Follow me/Sígueme” es y será, así, la palabra clave del Evangelio; la que nos invita a un mundo mejor.

Javier Peña Vázquez

Málaga

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